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El fin del matrimonio 
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MI PRIMERA VEZ 


Por Julieta Lopez Argerich

 

La primera vez que me sentí adolescente, o algo así… le había repetido en reiteradas oportunidades a mi madre que quería afeitarme las piernas, recibiendo constantes negativas o excusas: “sos muy chica”, “te van a salir los pelos más gruesos”, “te van a quedar las piernas muy blancas”…blablablá. 

Fue hasta un fin de semana en Fiambalá que entre llantos desquiciados por las constantes burlas de mis compañeros de la escuela y esos ridículos apodos que me colocaban, y que no vale la pena nombrar, que finalmente la convencí. En el instante que asintió con la cabeza, no sin cierto suspiro de resignación esperando que corte mi llanto. Nos quedamos calladas. Era un silencio necesario, no molesto. Nos miramos a los ojos. Pude ver en sus ojos cierto cansancio, y no del que produce la falta de descanso, sino ese que viene con el transcurrir de la vida, y lo entendí, pero como quien entiende que 2 + 2 es 4 y nunca ha tenido la necesidad de sumar efectivamente unas manzanas, no al menos a conciencia. En ese entonces yo tenía los ojos llenos de dudas. 

Me pidió que la siguiera. Fuimos al patio de la vieja casa de mi abuela. El cielo era de parras. Mi madre levantó mis 43 kilos en el aire y me sentó en la pileta de lavar la ropa. Me veía algo boba, a pesar de mi escasa estatura, tenía las piernas largas en relación al resto de mi cuerpo. Me sentía un tanto confundida, pero me dejé llevar, pasiva, inerte. 

Dijo que la esperara allí sentada y se dirigió al interior de la vieja casa. No sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que regresó. Abrió la canilla y mojó el jabón, un jabón que probablemente fue blanco alguna vez, pensé, pero ahora lucía amarillento. Empezó a enjabonarme las piernas con una densa capa de espuma. No me miraba, no me decía nada. Yo tampoco. Estaba ansiosa, finalmente las burlas se iban a terminar. Iba a lucir atractiva, pensé, aunque sentí vergüenza de admitirme la autoría de aquel pensamiento. Oculté la sonrisa que me surgió cuando pensé en ese compañero que tanto me gustaba, quizá ahora se fijaría en mí. Una sonrisa interna. La navaja fría en mis piernas, y una densa espuma llena de pelos se separó de mi blanca, casi traslúcida, piel. 

Al cabo de unos instantes el trabajo estaba terminado y ese largo silencio se cortó con la recomendación de usar un ungüento para la piel seca. Ella esperaba que sea lo suficientemente cuidadosa o, mejor dicho, pensé, lo insuficientemente torpe para hacerlo yo misma la próxima vez. 

Levanté la mirada y encontré sus ojos, otra vez. Me sentí un poco inútil, a decir verdad. Un poco avergonzada por la escena previa a su resignación a afeitarme, pero al fin tenía lo que quería. Me sentí grande, de repente esbelta y curiosa. 

Ella me ayudó a bajar de ese lavatorio grande y gris. Caminamos juntas hacia el interior de la casa, entre el cielo de parras se fugaban unos rayos de luz que alcanzaban a entibiarnos la espalda.